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Los raros
Ambrose Bierce o la vida a pie de página
Por Esther Peñas
20/05/2013
Casi todos los que transitan en esta sección, de un modo u otro, con intención de quedarse revoloteando en la cabeza del lector o con el propósito, acaso, de ser para él un mero divertimento, comparten un denominador común: sus vidas son al menos tan interesantes como sus obras. Por algo son raros.
Pero en el caso que no ocupa con más motivo porque la suya, más que una biografía parece el argumento de un relato macabro. Sospecho que en cuanto camino vital siniestro y trágico sólo puede entrar en liza con Quiroga, a quien invitaremos en otra ocasión a que nos lo participe él mismo.
Por cierto, hablamos de Ambrose Bierce (Ohio, Estados Unidos, 1842, diciembre de 1913), uno de los escritores de relatos fantástico más deliciosos del género, que merece situarse entre los grandes como Poe, Maupassant o Lovecraft. De hecho, este último dijo de sus cuentos que “en todos ellos hay una maleficencia sombría innegable y algunos siguen siendo cumbres de la literatura fantástica estadounidense”, por lo que se encuentran “en un lugar próximo a la verdadera grandeza”.
No hay hipérbole alguna. Quienes se hayan adentrado en cualquiera de las historias relatadas por Bierce, lo saben. Su estilo pulcro, sobrio (en un momento en el que las alharacas y ornamentos se estilaban), contundente, su escaso uso del adjetivo, su analítico proceder y sus atmósferas inquietantes, unidas a una imaginación retorcida como una columna salomónica, hacen de él un autor sensacional para lo terrorífico.
No, no hay hipérbole al clasificarlo como uno de los mejores en su estilo. Más bien, lo hiperbólico es su vida. Para empezar, su padre era un campesino que detestaba el campo, hasta el punto de que, al casarse, le cede el arado y el azadón a su mujer, Laura Gómez Pereda, y él se entrega a dos lecturas continuadas, la Biblia y la obra de Lord Byron.
Bierce era el décimo de trece hijos cuyos nombres, no sabemos aún por qué, comienzan por la primera letra del alfabeto: Amos, Andrew, Ambrose, Anne, Augustus... Los padres, devotos de una ortodoxa fe calvinista, los criaron en una austeridad –emotiva y material- lacerante.
Atención. Lo contaremos sin florituras, que no las requiere la historia. Con el transcurrir de los años, la madre, tal vez harta de tirar sola de una familia tan numerosa como poco participativa, se escapa con un pistolero de caravanas; su hermano Albert, a quien Ambrose le partió parte del pie mientras jugaban con un hacha, y tal vez por ello fue al único que apreció sinceramente, se hizo jesuita; otro, terminó convirtiéndose en actor y, después, en forzudo de ferias ambulantes; una de sus hermanas, misionera en África en una congregación de redentoristas acaba siendo plato fuerte de los caníbales (como lo leen) y el aislado respaldo familiar que encontraba Ambrose en su tío Lucius, que dirige una expedición de aventureros a Canadá para ayudar a los nativos en una revuelta contra la dominación británica, desaparece sin dejar rastro.
El propio Bierce se evapora al final de su vida. Como su tío. Como su madre. Como algunos de sus hermanos. Se sabe que, habiendo sobrepasado la edad de setenta, en Ciudad Juárez, se unió al ejército de Pancho Villa. Allí, en México, fechó su ultimo rastro, diciembre de 1913, en una carta a una de sus hermanas. Decía: “Adiós. Si oyes que he sido colocado en un muro de piedra y me han fusilado, no sufras. Me parece un modo estupendo de salir de esta vida”. Parece ser que, en efecto, lo fusilaron en enero de 1914, pero no se sabe con exactitud.
Entre medias, vivió cosas insospechadas, prohibidas. Por ejemplo, siendo adolescente mantuvo una larga relación con una mujer casi octogenaria, de la que le fascinaba su inteligencia, modales y cultura, y a la que, según sus escritos, encontraba muy atractiva. Por ejemplo, una pelea sangrienta con Jack London, borrachos ambos. Por ejemplo, la reputación de ser conocido como ‘el hombre más perverso de San Francisco’, o su apodo de ‘amargo Bierce’ (Bitter Bierce).
Durante la Guerra Civil norteamericana, se convierte en oficial topógrafo, y asciende en contienda a comandante mayor, pero, cuando una vez acabado el conflicto, pide el ingreso en el Ejército, se le acepta como segundo teniente, no capitán, como él esperaba, por lo que, herido en su orgullo, rechaza la admisión. La guerra le había dejado secuelas físicas –una cojera, problemas de respiración- que no se intercambiaban por galones.
Por buscarse un sustento más o menos estable, decide colaborar con diversos periódicos, y en uno de ellos, ‘New Letters’, le nombran director. Fue entonces cuando conoció a Mark Twain, de quien se convirtió en amigo. Compartía con él algo insólito en aquel momento, un ateísmo militante. En una de sus obras más conocidas, ‘Diccionario del diablo’ (titulada originalmente como ‘Diccionario de un cínico’) define la fe como “creencia sin pruebas en lo que alguien nos dice sin fundamento sobre cosas sin paralelo”. Fue muy criticado por esto. Le tildaron, incluso, de loco. Pero él ya había recogido su propia entrada del término en esta misma obra, y explicaba que el loco es el “afectado por algún grado de independencia intelectual; disconforme con las normas convencionales que rigen el pensamiento, el lenguaje y la acción, normas éstas que los ‘cuerdos’ o ‘conformes’ produjeron tomándose como medida a sí mismos. Que discrepa con la mayoría; en resumen, extraordinario”.
En 1871 se casa con Mary Ellen, quien le da tres hijos y una infidelidad que Ambrose no perdona. Se divorció de ella en 1904. Dos de sus hijos, murieron antes que él, uno en una reyerta y otro disuelto en alcohol.
Para entonces ya ha escrito cuentos memorables. ‘Aceite de perro’, por ejemplo, ante el cual es imposible que las entrañas del lector no sientan arcadas. Pero hay muchos relatos de lectura imprescindibles. Todos en primera persona. En España pueden encontrarse varias recopilaciones del norteamericano, ‘Escritos inquietantes’, ‘El clan de los parricidas’, ‘El monje y la hija del verdugo’, ‘Cuentos de civiles y soldados’, ‘¿Puede ocurrir esto?’ o ‘Fábulas feroces’.
Carlos Fuentes, del que ahora se cumple un año de su deceso, recreo la vida de Bierce en su novela ‘Gringo viejo’, que después sirvió como base argumental de la película homónima dirigida por Luis Puenzo y protagonizada por Gregory Peck y Jane Fonda.
De Bierce resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.